Wednesday, July 15, 2020

Fuera de ruta (cosas del día a día)

Venía de una fiesta y tomé el camión de las diez quince de la noche con dirección a Lomas de Zapopan. Me senté en los asientos del fondo para dormir un rato, y confié (como otras veces) que me despertaría poco antes de llegar al punto en el que me tenía que bajar. Sin embargo, esta vez no sucedió así; y ni la velocidad extrema que llega a tomar un camión de la ruta 633, ni el ruido de la gente que venía a bordo me hizo despertar.

Sin darme cuenta, ni tampoco el chofer, el camión terminó su recorrido, y el operador continúo manejando hasta su casa en Lomas de Tesistan. Cuando me desperté no tenía ni idea de que hora era, el camión  se encontraba vacío, estacionado en quién sabe dónde, hacía frio, y solo tenía la certeza de que estaba muy muy lejos de mi casa.

Sentí algo de alivió al ver que las luces estaban encendidas y el chofer continuaba sentado sobre su asiento. Me acerque a preguntarle donde estábamos, y por el inesperado grito que dio, pude observar que se había llevado el susto de su vida al enterarse de que quedaba alguien más a bordo. Después de calmarnos y explicarle la situación, me dijo: “¡Hijoles carnal! Hasta eso creo que tienes suerte. Solo vine hasta acá a dejarle varo a la mamá de mis hijos, pero después iré a ver a mi amorcito, y ella también vive en Lomas de Zapopan”


Seis Libras (cuento)

La luz del sol había terminado su jornada, y  no quedaba ningún rastro de su calor diurno por las banquetas. Las calles comenzaban a perderse entre la penumbra nocturna, fusionándose con sombras provenientes de cada rincón de la ciudad, e incluso los edificios, extendidos y tambaleantes hasta los cielos, parecían combinarse en una plasta sin forma ni color visible. Justo antes de que todo se convierta en oscuridad infinita, una de las lámparas sobre la vía pública se ilumina de forma repentina, y tras ella otra, y luego otra, y otra más, y así continuaron sucediéndose hasta que todo lo largo y ancho de esa gran avenida estaba iluminado. Después, como si estuvieran sincronizadas, las ventanas de toda la plasta de edificios comenzaron a avivarse una a una con la luz amarilla proveniente del interior. La ciudad otra vez estaba alumbrada por completo, aunque está vez gracias a la desalmada energía eléctrica. Focos y lámparas que si se apreciaban desde cualquier azotea, parecían haber sido pintados por Picasso.

Sin embargo, justo antes de dar vuelta  a la esquina, en el cruce de las dos avenidas más concurridas, brilla con mayor intensidad que cualquier otra luz el letrero neón de Cafetería. Y el aroma de café tostado, adorna las cercanías del lugar con una telaraña de fragancia adictiva. Solo obreros cansados pasan por aquí, y después de una larga jornada, el café es un elixir que los regresa a los rieles del tren de la vida.

Dentro, una mesera de años entrados atiende la barra sirviendo wafles y café americano, y apenas una quinta de comensales solitarios disfruta de su bebida caliente. De repente suena la campana y, para desagrado de todos, se abre la puerta de entrada dejando entrar una ráfaga  de aire helado perdida del exterior, y un escalofrió recorrió sus cuellos, pero no le prestaron mayor detalle al recién llegado. No obstante, la mujer continuaba viendo con detenimiento a aquel hombre de traje blanco y brillante. Era raro que alguien vistiera un atuendo tan limpio en aquella parte de la ciudad.         

¡Buenas noches!–. Saludó el hombre que acababa de entrar. Nadie se inmutó.

Sin molestarle el silencio que causo su llegada, caminó gallardo hasta la barra y volvió a saludar a todos, esta vez uno por uno, aunque tampoco obtuvo respuesta de ninguno. Se sentó en una de las sillas disponibles de la barra, y saludo nuevamente al hombre que estaba sentado junto a él, quien no le dio ninguna importancia a la mano extendida que lo saludaba, y continuo impasible en la lectura de su periódico.

–¡Un espresso!­–. Le pidió a la mesera. Ella obedeció silenciosa y no tardó en dejar el humeante café junto a él.  

–¡Buena lectura eh!­–. Volteó nuevamente con el hombre del periódico y este, como las veces anteriores, lo volvió a ignorar.

–Mmm…

Sin que eso causara un impedimento, él hombre del traje blanco continuó hablando.

–Soy White–.  

–Aléjate de mí –respondió finalmente el hombre del periódico– Soy muy peligroso. No soy con quien te quieras topar en la noche–. Contestó y regresó a la lectura del periódico. Pensando que su respuesta no le causaría mas molestias por parte del entrometido.

–¡Excelente, muy bien por ti! –respondió White igual de animado, y sin verse afectado por las palabras cortantes del ensimismado lector, continúo– Sabías que hay un patrón que rige el funcionamiento de todas las cosas. Desde el tiempo de vida de un ser vivo, hasta el parpadear de un despertador. A veces se trata de un patrón numérico, cosas programadas para funcionar de cierta manera. Otras veces siguen un patrón natural, como la migración de las aves, o el crecimiento de un recién nacido –hizo una pausa breve en la que una sonrisa se marco sobre su cara– y claro que también la muerte.

El lector, enojado, hizo bola el periódico con las manos y le dedicó una mirada llena de odio.

–Pero –continuó–, hay cosas que escapan a toda comprensión y medición conocida. Cosas que no se sabe porque ocurren, ni la frecuencia con la que suceden. ¿Sabes cómo se le llama a estas experiencias no controladas?– El hombre se tomó en un solo trago el café hirviendo. Sin hacer ningún gesto por la temperatura del líquido, dejó la tasa sobre la barra de madera y se limpió la boca con su corbata.

La mesera y los pocos comensales quedaron estupefactos.

–¿Lo sabes?– Sin dejar de sonreír, giró todo el cuerpo hasta quedar frente él.

El hombre trago saliva. Sintió por un instante el corazón acelerado.

–No –respondió con miedo. Guardo silencio unos segundos y no despego en ningún momento su vista de la barra de madera, tratando de evitar a toda costa el contacto visual– No lo sé ¿Cómo se llaman? 

–¡Para–normal!– Contestó White con firmeza.

 Las cuatro personas presentes, sin contarlo a él,  sintieron un escalofrió. El hombre del traje se levantó del asiento, agarró una cartera de piel de la bolsa interna del saco y tomó un billete de dólar que dejó sobre la barra.

–Gracias–

 Acomodó su saco y caminó con pasos lentos hasta la puerta.

–Ah y por cierto –el hombre del periódico permanecía viendo la barra, pero sabía que esas palabras iban dirigidas a él–. Te recomiendo leer el reportaje de la pagina doce, hablan muy bien de ti.

Sin esperar respuesta salió del lugar para fundirse en la oscuridad del exterior.

El hombre desdobló el periódico, y cambió las paginas con avidez hasta tener frente a él la pagina doce. Nueve asesinatos en tres meses con el mismo patrón, decía el encabezado. La garganta se le cerró en el mismo momento que leyó el titulo, media hora antes se sentía orgulloso de todo lo que decían sobre él. Pero ahora, sentía pavor al saber que lo habían descubierto. Con el pulso tembloroso sacó un billete de cincuenta pesos, lo dejo sobre la barra, enrolló el periódico entre sus manos y salió silenciosamente de la cafetería.

El calor tibio que había dejado la cafetería sobre su cuerpo se perdió en el mismo instante  que la puerta de vidrio dejo de sacudirse y quedó completamente cerrada. Se frotó las manos varias veces y se abrazó los hombros para dimitir el intenso frio. Caminó hacía la esquina de la calle preguntándose el por qué de la temperatura tan baja, y unos pasos adelante, se percató de lo extraño que era que no hubiera visto a nadie caminar por la banqueta, o a ningún carro circular por la avenida. Sin dejar de temblar, se detuvo sobre la esquina de la cuadra, el cruce de dos avenidas, para mirar en los cuatro sentidos de la intersección, pero lo único que alcanzaba a ver eran las luminarias encendidas, junto con la sombra que ellas proyectaban sobre el suelo. No había nada más.

Antes de salir de la cafetería, recordaba haber visto el ajetreo común de las siete de la noche, con peatones caminando por las banquetas, y el movimiento de un sin fin de autos recorriendo la avenida, y ahora, tanto la avenida como la banqueta estaban solas, completamente solas. Además, sin otras personas alrededor sobre las que el viento pudiera chocar para disminuir su velocidad, el frio era mucho mayor, y se reflejó en el  cascabeleo de sus dientes.   

Dio media vuelta y regresó corriendo hasta la cafetería. Las luces del interior continuaban encendidas, no habían transcurrido ni dos minutos desde que salió de ella, pero se encontraba igual de vacía que el exterior. Trató de empujar la puerta para resguardarse, sin embargo, esta permaneció tan estática como una barda de concreto.

Volvió a voltear en todas direcciones esperando que alguien o algo se cruzaran en su camino. La calle continuaba desolada, Asustado, comenzó a correr sin rumbo sobre la avenida.

–¿Hola? –gritó sin detenerse– ¿Hay alguien aquí?       

A solo tres cuadras de su acelerada carrera, el repentino agotamiento de sus piernas le hizo detenerse en un movimiento brusco, como si algo o alguien lo hubieran detenido, o si una barrera invisible le impidiera dar otro paso.

–Aprovecha que las luces encendidas alumbran toda la calle. Y trata de encontrarme entre las sombras –dijo una voz proveniente de todos lados–. ¿Sabes cuánto pesa el alma?

El hombre trago saliva. Volteó por atrás de su hombro, esperando ver a alguien tras él, y se encontró con la misma calle vacía y desolada por la que acababa de correr. Solo que ahora parecía muy pequeña, o tal vez más oscura. Las luces de todas las lámparas que dejó atrás se iban apagando una a una hasta quedar iluminado solo el lugar donde estaba parado. Aun con el aliento cortado por el cansancio, trató de dar un paso hacia adelante, pero no pudo mover ninguno de los dos pies. Ambos estaban pegados al suelo.

–Es que acaso tienes prisa por irte –volvió a decir la voz proveniente de todos lados– Calma, ten paciencia y sufre un poco. ¿Enserio tienes miedo? Tantas veces que has producido terror en tus victimas, y ahora eres tú el que se está ahogando con su propia saliva, vamos, deberías estar acostumbrado a esta emoción, y mejor será que te acostumbres pronto, porque te aseguro que todas las muertes que te puedas imaginar, no estarán ni cerca de lo que yo te puedo hacer –el hombre no pudo contener el miedo, y después de humedecer su pantalón, algunas gotas de orines cayeron al suelo–. Fíjate en la proyección de tu sombra sobre el suelo, fíjate en los picos en los que se transforma tu cabeza, tus extendidos brazos, tus deformes piernas largas. ¿Te reconoces? No te asustes. Ese eres tú. Ahora vamos, responde mi primera pregunta. ¿Cuánto pesa el alma?

El hombre permaneció mudo de horror, y sin embargo, obedeció la instrucción de voltear a ver su sombra. Perplejo, vio que era justamente la descripción que le dio la voz proveniente de todos lados. La proyección de su cabeza era tan larga y delgada como el cuerpo de un alfiler, sus brazos eran tres veces más largos que el resto del cuerpo y ondulaban sobre el suelo asemejándose al movimiento de un atrapa viento, y sus piernas quebradas zigzagueaban desde que se despegaban del torso. Trató de gritar, de suplicar y pedir ayuda, pero de su garganta solo salió un pujido similar a “Eea

Intentó escapar del destino que le prometió la voz proveniente de todos lados, pero al ver que no era capaz de avanzar, bajó la cabeza hasta ver directamente sus pies, y ante sus ojos aparecieron unas pantorrillas blancas muy brillosas además de un par de zapatos en las mismas condiciones. Sin entender lo que sucedía flexionó la espalda y la cintura hasta quedar encorvado a la altura de sus piernas. Al tacto de sus manos, sus extremidades eran frías, lisas y muy solidas, casi como si estuviera tocando porcelana.

–Acostúmbrate a esa imagen porque será la última que verás.

– ¿Qué es esto? –chilló el hombre con una voz aguda llena de terror– ¿Quién eres? ¿Qué es este lugar? ¿Qué me está pasando?

El hombre sintió bajo sus manos, como las rodillas se tornaban instantáneamente en algo tan frio y liso como sus pies.

– ¡Ey! ¡Ey!, son muchas preguntas al mismo tiempo, y tú no puedes ni responder una sola. No tengo el tiempo para responderte todas.

La sombra del hombre dejó de moverse para compactarse en una sola mancha sobre el suelo. Terminado esto, se estiró de manera uniforme, alargándose en una línea recta. De la parte media le salieron dos largos brazos con terminación en unos puntiagudos y  largos dedos, y de la parte superior un triangulo invertido como cabeza. La sombra se levantó del suelo, permaneciendo adherida al cuerpo del hombre por la proyección de los pies.

– ¿Mi nombre? ¿Cómo? ¿Tan rápido me has olvidado? Pero si nos acabamos de tomar un café –se acercó enredándose por las piernas, cubriendo el cuerpo del hombre  con la oscuridad de su sombra– Pero si dices que ya no me recuerdas, solo me queda volver a presentarme, y esta vez de forma adecuada. De donde vengo, todos me conocen como el porcelanizador.  

– ¿Po–porque hace esto? ¿Qué quieres de mí? ¡Suéltame!

Uno de los brazos de la sombra se transformó en un cuchillo y atravesó el pecho del hombre. Un hilo de sangre escurrió por su boca mientras que la oscuridad que lo abrazaba se pintó parcialmente de rojo.

–Seis libras –una sonrisa sin rostro se formó en el semblante oscuro de la sombra–. El alma pesa seis libras. Y tú estás encadenado a nueve. Te hundirás en lo más profundo del lago de los lamentos.

La lámpara que los alumbraba comenzó a parpadear, su luz ya no era tan potente y brillaba unos segundos para después permanecer apagada los mismos segundos, dejando por un instante la ciudad en penumbra. El  foco continuó en rápidos parpadeos  varias veces, pero poco a poco retomó la potencia, hasta que logró permanecer iluminada, justo antes de que todo se convierta en oscuridad infinita. Y tras ella se prendió otra, y luego otra, y otra más, y así continuaron sucediéndose hasta que todo lo largo y ancho de esa gran avenida estaba iluminado. Después, como si estuvieran sincronizadas, las ventanas de toda la plasta de edificios comenzaron a avivarse una a una con la luz amarilla proveniente del interior. La ciudad otra vez estaba alumbrada por completo y el silencio extraviado volvió a aparecer en las calles. Los colores regresaron a encender a la ciudad dormida. De la misma forma, los vehículos regresaron a pitarse unos a otros por las prisas de la desesperación citadina, por lo que ninguno de ellos se percató de la escultura de porcelana que apareció repentinamente a la mitad de la avenida, y para cuando lograron frenar la marcha de sus motores, tanto el parabrisas como el pavimento estaban cubiertos de sangre.